martes, 2 de febrero de 2010

La planta de tuna


En el fondo del patio de la casa que fue de mis abuelos hay una planta de tuna.

La planta de tuna siempre fue, para quienes integramos la tercera generación familiar, la planta prohibida. Se trata de un tipo de cactus que da un fruto ovalado y tentador pero que, bajo ningún punto de vista, podíamos siquiera rozar con nuestros dedos.

A decir de los eruditos de la familia, tanto la tuna como su fruto –que lleva el mismo nombre- tienen unas espinas casi invisibles para el ojo humano. Tan finas son las espinas de la tuna que se clavan profundo en la carne y generan un ardor desesperante, que permanece en la piel aún cuando el filamento ya fue extraído del cuerpo, delicadamente, con una pinza de depilar.

Este verano, por primera vez desde que tengo memoria, la planta de tuna fue objeto de admiración para los dieciséis nietos y los cinco hijos de Chela y Salvador.

Como reguero de pólvora corrió el comentario de boca en boca acerca de la exuberancia que estaba mostrando la tantas veces prohibida planta de tuna, allá donde termina el jardín, casi contra el alambrado que lo separa de la tierra seca que hace volar el viento del sur.

Numerosas flores amarillas, de gran luminosidad, nos fueron congregando en torno a la generosidad de una planta de tuna que, como nunca antes la habíamos visto, sacaba a relucir su máximo esplendor.

Palabras de sorpresa y admiración fueron las protagonistas de aquella larga sobremesa navideña realizada, como un ritual al que nos regocija asistir, debajo del parral. Comentarios en torno al deber y la cautela cedieron lugar al goce y al deleite. Y entendí que el límite de la advertencia es la imposibilidad de disfrutar de la maravillosa proeza de descubrir un paisaje por primera vez.


Para mis primos y hermanos