jueves, 28 de junio de 2012

La vida de otra forma



La semana previa a la celebración del Inti Raymi la Plaza de Armas de Cusco permaneció, día y noche, saturada de música. Grupos de niños y jóvenes con los uniformes de las escuelas de la región practicaban sus danzas una y otra vez sobre las calles de adoquines que bordean la plaza, hasta bien entrada la noche. A medida que se acercaba el 24 de junio, la escena adquiría mayor intensidad. Trajes con plumas, bordados, sombreros y variedades de telas y texturas identificaban a cada uno de los pueblos que participaban de la ceremonia. La maraña de colores se agitaba al ritmo de la música andina, esa que parece una domesticación armoniosa del viento. Luego se paseaba por el frente de la catedral y seguía en dirección a la Avenida del Sol. Al terminar el trayecto el grupo volvía al punto inicial para repetir la acción.

La pintura fresca de los bancos de la plaza hacía que los familiares de los bailarines se apiñaran sobre el cordón de la vereda mientras los aplaudían al pasar y los esperaban con un refresco. En el centro, el monumento a Manco Capac estaba cubierto con una lona blanca para evitar que los turistas que atestaban la ciudad vieran los trabajos de refacción. La intención era convertir a la fuente que habitualmente exhibe al fundador de la ciudad como un niño que está orinando, en un pedestal trapezoidal que le devolviera imponencia al primer gobernante de Cusco.

La escena se completaba con mujeres que repartían escarapelas con los colores de la Wiphala. Otras que ofrecían, con sus guaguas colgando de su espalda, sombrillas para protegerse del sol tejidos, carne frita, helados o jugos de frutas. Así albergaba la ciudad los últimos preparativos. Llegado el gran día, los festejos se trasladarían al escenario montado sobre el Sacsayhuaman, un antiguo lugar de ceremonia de los incas. Según esta cultura, la ciudad tenía forma de puma y ahí se ubicaba la cabeza del animal. Desde allí se puede tener una vista panorámica de Cusco.

Siguiendo este esquema la Plaza de Armas coincide con el pecho del puma. Con la intención de ver qué pasaba más allá de ese cuadrado, empecé a caminar en dirección al Este. Pasé por el frente de la “piedra de los doce ángulos” donde un joven, en un rústico inglés y a cambio de unos Soles, explicaba a un grupito de gringas el modo de trabajar la piedra que habían empleado los incas. Subí varias cuadras de escalones empinados, en las cuales las personas deben pegar la espalda a la pared para permitir la circulación de los autos que, de lo contrario, no pasan por el ancho de las calles. Durante todo el trayecto, la frase más escuchada fue “¿massage, lady?”. Hasta que llegué a la plaza del barrio San Blas.

Ahí encontré un banco desocupado y me senté frente a la fuente. Saqué el cuaderno de adentro de la mochila y empecé a escribir notas del viaje. En eso estaba cuando llegó Nancy. Yo todavía no sabía su nombre. Lo primero que vi fue una mujer con la cara manchada por el sol y una dentadura blanquísima. Sus ojos apenas se distinguían bajo la sombra que el gorro de tela le proyectaba sobre la cara. Decir en Perú que alguien lleva ropa colorida es casi no decir nada. Pero Nancy llevaba ropa colorida. Quizás por esos dientes o por el sol en la cara, me pareció una persona alegre. 

Mientras la observaba descargó su bolsa llena de ovillos y me preguntó si podíamos compartir el sitio. Se sentó a mi lado, sacó un tejido empezado y avanzó en la confección de una pulsera. También dejó por ahí un manojo de correas más anchas y largas que ella misma había tejido allá en Chinchero, donde vive desde que nació.

Chinchero queda a 28 kilómetros hacia el noroeste de Cusco. Integra el Valle Sagrado de los Incas junto con Pisac, Urubamba y Ollantaytambo, y es uno de los puntos de paso obligados para llegar a Machu Picchu. El pueblo –cabeza del distrito que lleva el mismo nombre- tiene casi cuatro mil habitantes de doce comunidades indígenas diferentes, las cuales siguen manteniendo la antigua costumbre del trueque.  Los domingos, cientos de productores y artesanos de la zona se reúnen en la plaza central e intercambian tejidos, alimentos o utensilios, tal como hacían sus ancestros. 

Los nevados Salcantay y Soray son los testigos mudos de las transacciones que se realizan en este pueblo de 94 kilómetros cuadrados en el que las calles son de piedra al igual que las casas, que también pueden ser de adobe. Escasos techos de paja perduran como vestigios incaicos y se intercalan con el naranja de los tejados coloniales, que cubren otra aparte de las construcciones como estampa indeleble de la conquista.

El tamiz por el que pasó la cultura inca –que se extendía desde Colombia hasta Argentina- ante la llegada de los españoles tiene un registro actual en la vestimenta, las comidas y la arquitectura de estos pueblos.  El ícono de la batalla cultural es la presencia constante de iglesias, edificios erigidos sobre antiguos templos del sol y de la luna.  Paredes con base de piedra trapezoidal y terminaciones que se derrumban con los sismos que acechan con frecuencia al Perú son parte de la historia viva. Historia que se explica y resignifica en mitos discrepantes que cuentan los guías a los turistas de todo el mundo que llegan a Perú en busca de conocer lo que queda del antiguo imperio.

Al igual que Nancy, la mayoría de las mujeres de Chinchero se dedica al tejido. Esta actividad comienza en el momento en que la lana es extraída de llamas, alpacas o vicuñas. Con la espuma que se obtiene de agitar ralladura de raíz de agave en agua tibia, lavan eso que parece algodón embarrado hasta convertirlo en suaves capullos blancos, listos para hilar. Una enorme bolsa inflada cuelga de uno de los codos mientras de la otra mano cae una especie de trompo de madera donde se enrolla la lana para luego formar una madeja.
En el “pueblo del arco iris” –así es como llaman a Chinchero- es frecuente ver a las mujeres fabricando hebras mientras conversan, caminan por la calle, preparan un mate de coca o amamantan a sus hijos. 

Por último, toca teñir la lana. Todos los elementos que se utilizan para obtener los colores más diversos son de origen natural.  Cochinillas disecadas, flores, semillas, minerales y hasta el maíz con que se prepara la chicha, se vuelven insumos para obtener desde los morados más intensos hasta los amarillos más pálidos.
Los tejidos grandes se trabajan en un telar de madera, el cual permite intercalar los hilos de diferentes colores  con los que se crean motivos simétricos, como si se estuviera dibujando sobre un papel cuadriculado. Las hebras se entrelazan en las maderas que traban en la cintura de las mujeres y se ajustan utilizando un fémur de llama. Al cabo de varias vueltas, los dibujos empiezan a revelarse  como si emergieran de una polaroid.

Cuentan que los incas imprimían en sus tejidos sus ideas políticas, religiosas y sociales. Los tapices no son simples elementos decorativos: contienen su cosmovisión del mundo.

Para hacer una pulsera Nancy no usa telar. Ha atado una serie de lanas a la manija de la bolsa en la que carga sus materiales. Teje sin ver. La autonomía de sus manos denota la destreza propia de quien aprendió a tejer como se aprende una lengua materna.

–Este es un corazón. También sé hacer la hoja de coca y la llama- dice mostrándome las piezas que ya tiene terminadas. La voz de Nancy es interrumpida por un llanto histriónico que le sale de la espalda. Es su hija menor, acaba de cumplir un mes y tiene hambre. La mujer deja a un lado el tejido, rota la manta fucsia que le cuelga de la espalda y le da de beber. La niña deja de llorar y succiona con fuerza su teta izquierda. 

–28 años, ningún hijo. 25, dos hijos –me señala primero y a sí misma después. Me muestra en una sonrisa sus dientes blanquísimos. 

 –Las argentinas prefieren viajar o trabajar, por eso no tienen hijos. Nosotras, viajamos, con nuestros hijos, mientras trabajamos.

Nancy planea casarse en 2014. El novio es un hombre un año mayor que ella y es su pareja desde hace nueve. Es también, el único novio que tuvo. Se conocen de ahí, de Chinchero. Él se dedica a la agricultura, como la mayoría de los hombres en el pueblo. En esta zona que ronda los 3.700 metros de altura se llegaron a cultivar, en épocas de los incas, más de mil variedades de papa, de las cuales en la actualidad persisten más de trescientas. El maíz blanco, amarillo o morado también forma parte de los principales cultivos que ofrece esa riquísima región en la que el sistema de terrazas se constituyó como el principal terreno fértil, en medio de esas montañas que hacen sentir al hombre tan insignificante.

–Falta mucho para 2014 –digo. 

Ignoro que en Chinchero es tradición invitar a las bodas a todos los habitantes del pueblo. Que para el evento será necesario carnear diecisiete cerdos y preparar el patio de la casa para recibir a los vecinos. Por tener hijos, es decir, “por no ser pura” en términos de la religión impuesta, Nancy no podrá usar un vestido blanco. Cree que uno amarillo no muy oscuro estará bien para ese día. Algún día de 2014.

Saciado el hambre, la niña se vuelve a quedar dormida.  Aunque no ha terminado la  pulsera, Nancy dice que quiere seguir recorriendo las calles de Cusco para intentar vender algo más. Son las cuatro y el sol ya empieza a alejarse en la tarde de invierno, a 3.500 metros de altura.
 
En instantes Nancy se sumergirá en ese escenario de música y danza que reina en la Plaza de Armas y será como un píxel más un una inmensa fotografía. En dos horas se subirá al bus que la llevará de regreso a Chinchero por ese camino ondulante que deja atrás el barrio Santa Ana y se sumerge en los pueblos del Valle. Ya en su casa, prenderá un fuego en la estufa a leña y se reencontrará con su hijo mayor y con su novio, el único novio que tuvo.  Es posible que, por la noche, termine su tejido.