La semana previa a la celebración del Inti Raymi la Plaza de
Armas de Cusco permaneció, día y noche, saturada de música. Grupos de niños y
jóvenes con los uniformes de las escuelas de la región practicaban sus danzas
una y otra vez sobre las calles de adoquines que bordean la plaza, hasta bien
entrada la noche. A medida que se acercaba el 24 de junio, la escena adquiría
mayor intensidad. Trajes con plumas, bordados, sombreros y variedades de telas
y texturas identificaban a cada uno de los pueblos que participaban de la
ceremonia. La maraña de colores se agitaba al ritmo de la música andina, esa
que parece una domesticación armoniosa del viento. Luego se paseaba por el
frente de la catedral y seguía en dirección a la Avenida del Sol. Al terminar
el trayecto el grupo volvía al punto inicial para repetir la acción.
La pintura fresca de los bancos de la plaza hacía que los
familiares de los bailarines se apiñaran sobre el cordón de la vereda mientras los
aplaudían al pasar y los esperaban con un refresco. En el centro, el monumento a
Manco Capac estaba cubierto con una lona blanca para evitar que los turistas
que atestaban la ciudad vieran los trabajos de refacción. La intención era
convertir a la fuente que habitualmente exhibe al fundador de la ciudad como un
niño que está orinando, en un pedestal trapezoidal que le devolviera imponencia
al primer gobernante de Cusco.
La escena se completaba con mujeres que repartían escarapelas
con los colores de la Wiphala. Otras que ofrecían, con sus guaguas colgando de
su espalda, sombrillas para protegerse del sol tejidos, carne frita, helados o
jugos de frutas. Así albergaba la ciudad los últimos preparativos. Llegado el
gran día, los festejos se trasladarían al escenario montado sobre el Sacsayhuaman,
un antiguo lugar de ceremonia de los incas. Según esta cultura, la ciudad tenía
forma de puma y ahí se ubicaba la cabeza del animal. Desde allí se puede tener
una vista panorámica de Cusco.
Siguiendo este esquema la Plaza de Armas coincide con el pecho
del puma. Con la intención de ver qué pasaba más allá de ese cuadrado, empecé a
caminar en dirección al Este. Pasé por el frente de la “piedra de los doce
ángulos” donde un joven, en un rústico inglés y a cambio de unos Soles,
explicaba a un grupito de gringas el modo de trabajar la piedra que habían
empleado los incas. Subí varias cuadras de escalones empinados, en las cuales
las personas deben pegar la espalda a la pared para permitir la circulación de
los autos que, de lo contrario, no pasan por el ancho de las calles. Durante
todo el trayecto, la frase más escuchada fue “¿massage, lady?”. Hasta que
llegué a la plaza del barrio San Blas.
Ahí encontré un banco desocupado y me senté frente a la
fuente. Saqué el cuaderno de adentro de la mochila y empecé a escribir notas
del viaje. En eso estaba cuando llegó Nancy. Yo todavía no sabía su nombre. Lo
primero que vi fue una mujer con la cara manchada por el sol y una dentadura
blanquísima. Sus ojos apenas se distinguían bajo la sombra que el gorro de tela
le proyectaba sobre la cara. Decir en Perú que alguien lleva ropa colorida es
casi no decir nada. Pero Nancy llevaba ropa colorida. Quizás por esos dientes o
por el sol en la cara, me pareció una persona alegre.
Mientras la observaba descargó su bolsa llena de ovillos y
me preguntó si podíamos compartir el sitio. Se sentó a mi lado, sacó un tejido
empezado y avanzó en la confección de una pulsera. También dejó por ahí un
manojo de correas más anchas y largas que ella misma había tejido allá en
Chinchero, donde vive desde que nació.
Chinchero queda a 28 kilómetros hacia el noroeste de Cusco.
Integra el Valle Sagrado de los Incas junto con Pisac, Urubamba y
Ollantaytambo, y es uno de los puntos de paso obligados para llegar a Machu
Picchu. El pueblo –cabeza del distrito que lleva el mismo nombre- tiene casi
cuatro mil habitantes de doce comunidades indígenas diferentes, las cuales
siguen manteniendo la antigua costumbre del trueque. Los domingos, cientos de productores y artesanos
de la zona se reúnen en la plaza central e intercambian tejidos, alimentos o
utensilios, tal como hacían sus ancestros.
Los nevados Salcantay y Soray son los testigos mudos de las
transacciones que se realizan en este pueblo de 94 kilómetros cuadrados en el
que las calles son de piedra al igual que las casas, que también pueden ser de
adobe. Escasos techos de paja perduran como vestigios incaicos y se intercalan
con el naranja de los tejados coloniales, que cubren otra aparte de las
construcciones como estampa indeleble de la conquista.
El tamiz por el que pasó la cultura inca –que se extendía desde Colombia hasta Argentina- ante la llegada de los españoles tiene un registro actual en la vestimenta, las comidas y la arquitectura de estos pueblos. El ícono de la batalla cultural es la presencia constante de iglesias, edificios erigidos sobre antiguos templos del sol y de la luna. Paredes con base de piedra trapezoidal y terminaciones que se derrumban con los sismos que acechan con frecuencia al Perú son parte de la historia viva. Historia que se explica y resignifica en mitos discrepantes que cuentan los guías a los turistas de todo el mundo que llegan a Perú en busca de conocer lo que queda del antiguo imperio.
Al igual que Nancy, la mayoría de las mujeres de Chinchero
se dedica al tejido. Esta actividad comienza en el momento en que la lana es
extraída de llamas, alpacas o vicuñas. Con la espuma que se obtiene de agitar
ralladura de raíz de agave en agua tibia, lavan eso que parece algodón
embarrado hasta convertirlo en suaves capullos blancos, listos para hilar. Una
enorme bolsa inflada cuelga de uno de los codos mientras de la otra mano cae
una especie de trompo de madera donde se enrolla la lana para luego formar una
madeja.
En el “pueblo del arco iris” –así es como llaman a Chinchero-
es frecuente ver a las mujeres fabricando hebras mientras conversan, caminan
por la calle, preparan un mate de coca o amamantan a sus hijos.
Por último, toca teñir la lana. Todos los elementos que se
utilizan para obtener los colores más diversos son de origen natural. Cochinillas disecadas, flores, semillas,
minerales y hasta el maíz con que se prepara la chicha, se vuelven insumos para
obtener desde los morados más intensos hasta los amarillos más pálidos.
Los tejidos grandes se trabajan en un telar de madera, el
cual permite intercalar los hilos de diferentes colores con los que se crean motivos simétricos, como
si se estuviera dibujando sobre un papel cuadriculado. Las hebras se entrelazan
en las maderas que traban en la cintura de las mujeres y se ajustan utilizando
un fémur de llama. Al cabo de varias vueltas, los dibujos empiezan a
revelarse como si emergieran de una
polaroid.
Cuentan que los incas imprimían en sus tejidos sus ideas
políticas, religiosas y sociales. Los tapices no son simples elementos
decorativos: contienen su cosmovisión del mundo.
Para hacer una pulsera Nancy no usa telar. Ha atado una
serie de lanas a la manija de la bolsa en la que carga sus materiales. Teje sin
ver. La autonomía de sus manos denota la destreza propia de quien aprendió a
tejer como se aprende una lengua materna.
–Este es un corazón. También sé hacer la hoja de coca y la
llama- dice mostrándome las piezas que ya tiene terminadas. La voz de Nancy es
interrumpida por un llanto histriónico que le sale de la espalda. Es su hija
menor, acaba de cumplir un mes y tiene hambre. La mujer deja a un lado el
tejido, rota la manta fucsia que le cuelga de la espalda y le da de beber. La
niña deja de llorar y succiona con fuerza su teta izquierda.
–28 años, ningún hijo. 25, dos hijos –me señala primero y a
sí misma después. Me muestra en una sonrisa sus dientes blanquísimos.
–Las argentinas
prefieren viajar o trabajar, por eso no tienen hijos. Nosotras, viajamos, con
nuestros hijos, mientras trabajamos.
Nancy planea casarse en 2014. El novio es un hombre un año
mayor que ella y es su pareja desde hace nueve. Es también, el único novio que
tuvo. Se conocen de ahí, de Chinchero. Él se dedica a la agricultura, como la
mayoría de los hombres en el pueblo. En esta zona que ronda los 3.700 metros de
altura se llegaron a cultivar, en épocas de los incas, más de mil variedades de
papa, de las cuales en la actualidad persisten más de trescientas. El maíz
blanco, amarillo o morado también forma parte de los principales cultivos que ofrece
esa riquísima región en la que el sistema de terrazas se constituyó como el
principal terreno fértil, en medio de esas montañas que hacen sentir al hombre
tan insignificante.
–Falta mucho para 2014 –digo.
Ignoro que en Chinchero es tradición invitar a las bodas a
todos los habitantes del pueblo. Que para el evento será necesario carnear
diecisiete cerdos y preparar el patio de la casa para recibir a los vecinos.
Por tener hijos, es decir, “por no ser pura” en términos de la religión
impuesta, Nancy no podrá usar un vestido blanco. Cree que uno amarillo no muy
oscuro estará bien para ese día. Algún día de 2014.
Saciado el hambre, la niña se vuelve a quedar dormida. Aunque no ha terminado la pulsera, Nancy dice que quiere seguir
recorriendo las calles de Cusco para intentar vender algo más. Son las cuatro y
el sol ya empieza a alejarse en la tarde de invierno, a 3.500 metros de altura.
En instantes Nancy se sumergirá en ese escenario de música y
danza que reina en la Plaza de Armas y será como un píxel más un una inmensa
fotografía. En dos horas se subirá al bus que la llevará de regreso a Chinchero
por ese camino ondulante que deja atrás el barrio Santa Ana y se sumerge en los
pueblos del Valle. Ya en su casa, prenderá un fuego en la estufa a leña y se reencontrará
con su hijo mayor y con su novio, el único novio que tuvo. Es posible que, por la noche, termine su
tejido.
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