
El primer contacto que tuve con Robert Cox fue en 2007, vía mail. Yo le había enviado unas preguntas para la tesis de grado que estábamos elaborando con Julia. Robert contestó muy amablemente y desde entonces había quedado pendiente un encuentro cara a cara en alguna de sus visitas a Argentina. El mes pasado tuvimos la oportunidad de compartir un café con él, su esposa Maud y su hija mayor, Victoria, en su departamento de Buenos Aires. Lo que sigue no es una entrevista, sino algunas impresiones de ese encuentro.
Cuando le dijeron que estaban quemando cuerpos en el cementerio de la Chacarita, él se dirigió de madrugada hasta el lugar y junto a su mujer, desde el auto, pudieron ver el humo que salía del crematorio que pertenecía a desaparecidos de la última dictadura militar.
Para este inglés de veintiocho años aquellos rumores de lo que estaba pasando eran difíciles de creer pero necesariamente constatables porque hablaban de la muerte, aquella que más tarde se conocería como el peor genocidio del Estado argentino contra su propio pueblo.
Fue así que el diario que entonces dirigía Robert Cox comenzó a publicar en su tapa los primeros hábeas corpus de los desaparecidos, como única herramienta con la que contaba un periodista para denunciar los crímenes de la dictadura en el mismo momento en que éstos se ejecutaban. The Buenos Aires Herald, junto con Río Negro y El Día marcaron la diferencia al seguir esta línea en momentos donde la tendencia general era inventar una realidad blanda que no alterara la situación del momento.
Las denuncias fueron seguidas de sórdidos cruces con los más altos “minotauros” de la junta militar, como el entonces ministro del Interior, Eduardo Albano Harguindeguy, quien no dudó en decirle a Cox que la lista con los nombres de los desaparecidos que le acaba de entregar la “la tiro a la basura”. Poco después fue detenido y arrojado a la humedad de un calabozo “que tenía una esvástica pintada en la pared”, del cual salió con vida gracias a la presión de la prensa internacional.
La decisión de abandonar el país llegó recién en 1979, ante la amenaza recibida en la escuela por uno de sus cinco hijos. Tras una breve gira por varios países los Cox se establecieron en Estados Unidos, siempre con la idea de poder regresar a Argentina. Sin embargo, como suele sucederle a los viajeros, el mismo transitar del recorrido los fue alejando de esa idea original y la vuelta al país del sur quedaría relegada a escasas dos visitas por año.
Hasta hace poco Robert se desempeñó como subdirector de The Daily News and Courier, un destacado diario de Carolina del Sur, donde reside actualmente. Ahora, alejado de la vertiginosa rutina del periódico, mientras tomamos un café en su casa de Palermo, Bob nos cuenta que, a sus setenta y cinco años, tiene ganas de escribir un libro. Pero no adelanta más y prefiere, antes que hablar de sí mismo, saber cómo está La Plata. Pregunta qué tal es la Universidad, cómo viene la mano para los periodistas jóvenes, cuánto cuesta un alquiler. Pero pone énfasis y pregunta varias veces sobre “qué se dice y qué se sabe de Kraiselburd”, David, fundador de El Día y asesinado por Montoneros.
Los años del “infierno” están en el aire, y van y vienen en cada tema de conversación. Sin duda, han sido un punto de inflexión en la vida de la familia. Hay un antes y un después signado por la valentía, el horror, el dolor de perder a los amigos, el exilio, los deseos truncados. Los Cox parecen congelados ahí y necesitan contar lo que vivieron para purgar el dolor.
Maud Daverio, la argentina que lo acompaña desde que Bob llegó al país, editó en 2005 sus memorias sobre aquellos años. El libro lleva el título “Salvados del infierno” y cuenta en primera persona cómo fue la toma de conciencia de lo que pasaba en los ´70, para ellos, una familia de la “alta burguesía”. Esa mujer de ojos verdes y pelo colorado, afirma en el prólogo que la obra es “para mis hijos y para el futuro, destinada a quienes les interese el tema que aún duele”. Su hijo David, también periodista, ha escrito “Dirty secrets, dirty war”, aún no traducido al castellano, donde narra el exilio de su padre. El 7 de noviembre pasado la legislatura porteña destacó a Robert con el título de Ciudadano Ilustre, “por su incansable lucha por los derechos humanos”.
Si bien Maud afirma que “nuestra vida ha quedado desde entonces, suspendida en el pasado”, me atrevo a afirmar que el anclaje en aquella época no les impide, sin embargo, tener un preciso conocimiento de la actualidad tanto estadounidense como argentina, y muestran una voracidad tremenda por aprehender cómo se vive y por hablar de periodismo.
Hablamos de las nuevas tecnologías, de los cambios en la rutina a partir de internet, la explosión de los blogs, el uso de Twitter. Sostiene que los diarios no van a desaparecer porque esa es la fuente primordial para comprender lo que está pasando. Cuenta que en Estados Unidos la cosa se puso difícil, que los periódicos han despedido grandes cantidades de periodistas y que muchos de ellos han venido a Argentina a escribir libros.
Hablamos del Gobierno. Con estricta coherencia nos repite las palabras que intercambiamos alguna vez y dice que le preocupa lo que ha hecho Néstor Kirchner, querer hablar “por encima de los medios, no dar conferencias de prensa, comunicarse directamente con los ciudadanos”. Con sincera aflicción opina que esa actitud totalitaria perjudica a la democracia. Y después calla, escucha, posa su mirada atenta y límpida sobre quienes compartimos la mesa, abre el juego.
Queremos saber qué opina de la ley de medios audiovisuales. Sospecho de antemano que va a ser crítico de la iniciativa, tras leer la resolución de la última asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa en la que “expresa su preocupación por las consecuencias negativas que la normativa aprobada tendrá para la libertad, la diversidad y la sustentabilidad de los medios vigentes en el país”. Pero lejos de concordar –pese a haber sido presidente y emisario de ese organismo- Bob saluda a la nueva ley y pregunta, con humildad, cómo vemos el lugar que el Gobierno le da a las organizaciones comunitarias y sin fines de lucro.
Bob es de esas personas con las que uno se olvida del reloj, de lo que tiene que hacer después, de la rutina. Pero tocan el timbre y nos recuerda que hemos estado ahí demasiado aunque no suficiente tiempo. Detrás del timbre, la puerta que se abre y una joven periodista saluda a Maud, a quien viene a entrevistar, por su libro. Como una pareja que recién se conoce, nos vamos sintiendo en las piernas un cosquilleo dulce y deseando que pronto nos volvamos a ver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario