martes, 21 de marzo de 2017

Los caídos en la escuela pública

Cuando iba a la primaria, mi mamá nos pasaba a buscar por la escuela en su Juki modelo 83 y de ahí íbamos, no a tomar la leche a casa, sino a sumarnos a la movilización docente. Mamá, que trabajaba doble turno y tenía una participación activa en la Unión de Trabajadores de la Educación de Río Negro (Unter), nos sumaba a la protesta, a mi hermana y a mí, probablemente, con más intenciones prácticas que didácticas.

En 1995 yo cursaba quinto grado y la crisis neoliberal en Río Negro alcanzó su punto más álgido. Fue durante la transición del gobierno de Massaccesi al del también radical, Verani. Recesión, recorte de salarios, pago en bonos, miedo al desempleo, crisis en salud, justicia y educación definían un escenario tenebroso. Los docentes hicieron una retención de tareas en oposición a la Ley Federal de Educación que duró cinco meses. Sí, medio año sin clases. Hacían retención de tareas porque si hacían paro, como ahora, les descontaban parte del ya magro sueldo. La Ley Federal no se aplicó en la Provincia y nadie repitió por no saber algún contenido. Seguramente ese año no llenamos tantos cuadernos pero aprehendimos algo: que los docentes tenían derecho a pelear por un salario digno.

Hace 25 años, en el interior y más aún en las ciudades de pocos habitantes, ir a la escuela pública era una elección para los que tenían plata y para los que no. En Allen había entonces una escuela primaria y una secundaria que eran privadas. Pero muchos de los docentes que enseñaban ahí eran los mismos que daban clases en las escuelas públicas. Dudo que se esforzaran más en las primeras que en las segundas, o que explicaran mejor en unas que en otras. Era sólo un símbolo de distinción que algunas familias elegían para sí.

Algunas de mis maestras eran de otras provincias como Tucumán, Salta o La Rioja. Venían porque en Río Negro los sueldos eran mejores. Supongo que no existía, como ahora quiere este gobierno, una paritaria nacional que fijara el mismo piso para todos. Me acuerdo de una maestra, Milagros, venía de Salta. Para nosotros era una rareza su forma de pronunciar la erre. No nos gustaba. Era fácil pasarla por encima porque nunca levantaba la voz, ni siquiera para retarnos, y nosotros éramos unos salvajes que nos creíamos mil. Una sola vez charlamos con ella y nos contó que había dejado a sus hijos pequeños en Salta para venir a trabajar al sur y poder mandarle plata a su familia. Quedamos impactados, hasta entonces no conocíamos ese tipo de sacrificios.

Mis viejos tenían  -tienen- un lema que no me acuerdo cómo lo formulaban pero el mensaje era que nadie se salva solo. De qué me sirve ir al mejor colegio si mi vecino no puede siquiera comprarse el guardapolvo. No sólo eran docentes sino que apostaban a una educación gratuita, pública y de calidad a la que todos pudiéramos acceder. Fue una decisión de vida que defendieron con lemas como ese y también con el cuerpo.

A fines de los 80, cuando todavía no se había acuñado siquiera el término piquete, mi viejo y un grupo de padres se unieron para pedir la creación de una nueva escuela en Allen porque las existentes no daban abasto. Una de las medidas que tomaron para visibilizar su reclamo fue cortar los accesos al pueblo y volantear a los autos que pasaban con unos folletos que explicaban el conflicto. El grupo de padres fue imputado por entorpecer la libre circulación. Sí, se les abrió una causa penal. En el juzgado de General Roca declararon con astucia que ellos no habían bloqueado la ruta sino que habían hecho disminuir la velocidad a los autos que pasaban para entregarles un folleto. La jueza decidió creerles. La escuela finalmente se construyó en un barrio que quedaba cruzando la vía, allí donde todavía no había llegado el asfalto.

Años después, mi madre, en representación de la Unter, discutió con un dirigente local conocido por emplear métodos poco ortodoxos para ganar las afrentas. En el medio del intercambio el tipo sacó un arma y la puso sobre la mesa. No sé cómo terminó esa discusión, sí sé que cuando salió, mi madre hizo la denuncia, en un pueblo donde el comisario es amigo del intendente y del juez.

Mi paso por la educación pública siguió durante el secundario y se completa con la universidad, esa joya que es un faro en el continente por su excelencia y accesibilidad. El paso por este sistema en eterna tensión me dio estos escarmientos, la idea de que cuando las puertas no se abren hay que derrumbarlas a las patadas, además de amigos, una infancia y recuerdos felices. Y lo más importante: me dio un lugar para pararme en la vida y frente a los conflictos.  

Cuando veo a los docentes marchar, cuando en las movilizaciones escucho los mismos cánticos que se oían en esas marchas a las que asistía con mi madre en los '90 y a las que ahora voy por cuenta propia, no puedo evitar sentir una tristeza honda y la frustración que dejan las batallas que, se sabe, no terminan nunca. Pero hay también algo que reconforta. Y es la capacidad que quienes “caímos” en la escuela pública tenemos de comprender al otro. Caer en la escuela pública debería ser requisito obligatorio para aquellos que pretendan ejercer cargos públicos, incluido el presidente.

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